Cuando florece el azahar en los naranjos de Sevilla, brota un signo externo, una reacción que ocurre dentro de nosotros los cofrades, cada vez que se acerca la luna de Nissan; nuestro renacer, que nos impulsa a ser felices desde el punto de vista de un niño, que nos evoca otros tiempos de juegos en la rampa del Salvador.
La ciudad amanece con otro aire, en estos días cambia radicalmente de color, como cantaba Paco Palacios "El Pali" hace años: "Sevilla escogió el azul para el color de su cielo, la plata para su río, Giralda de caramelo y anda buscando un color y sigue sin encontrarlo para pintar al Gran Poder la noche del Viernes Santo..."
Se nos eriza el vello al pensar simplemente en la Virgen de Montserrat a su paso por Molviedro a los sones de Margot, esa marcha que no deja indiferente a nadie. Nos estremecemos al paso del Nazareno del Silencio, de vuelta por Francos, que nos rememora como debió ser su paso agónico por las calles de Jerusalén y con la negra muerte del Cristo del Calvario que acaba de expirar en el Gólgota de La Magdalena. Gozamos con la presencia cercana de nuestras Esperanzas: Macarena y Triana, Triana y Macarena, tan cerca, pero tan lejos y en medio, siempre ese río que es un espejo.
Vibramos con una imposible chicotá proveniente de los Barrios: Orando en la Plaza de los Carros, Presentado a Sevilla en la Calzá, Cautivo en los Teatinos; Victorioso por la Plaza de España; Sentenciado por Feria; Muerto por San Bernardo; Sediento en Nervión; Humilde ante Caifás en el Barrio León; Flamenco sentado por San Jacinto; Caido en Pureza; Doblegado por la Cruz en Castilla; Burlado en Águilas; Lanceado en San Martín; Crucificado en Santa Catalina; Desamparado en el Cerro; Misericordioso en Santa Cruz….
Todo esto ocurre una vez al año en Sevilla, justo cuando florece el azahar.
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